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El quijotismo de Sancho Panza
Por Antonio José Uribe Prada*Al asumir el compromiso de venir a este lugar para decir algo relativo a Cervantes quise documentarme en difíciles lecturas, que me desorientaron mucho más que antes de ellas lo estuviera. Algo leí respecto de los motivos que hubieran impulsado a don Miguel de Cervantes en la escritura del libro genial por excelencia; me enfrasqué en críticas cuya nimiedad fatigante desconcierta, y, sin que me arredrara el tema, tuve también a la vista diferentes versiones del contenido del Quijote. Nada saqué en blanco, que pudiera traéroslo envuelto en leales comillas para merecer vuestra benevolencia. Reemplazado este empeño por el de ejecutar un trabajo propio, que me hiciera salir humilde pero con honra de este penoso trance intelectual, que vuestra distinción agrava, sentí con tristeza la verdad pungente de aquella vieja máxima que duele pero conforta a la vez: nihil sub sole novum, tan aplicable respecto de Cervantes y particularmente del Quijote, sobre los cuales tanto se ha escrito por necios y geniales.
Entre esas cosillas que distrajeron mi tiempo destinado a haceros menos penosa vuestra resignación al oírme, saboreé con íntimo placer el discurso que don Juan Valera pronunció ante la Academia Española a mediados del siglo pasado sobre el Quijote y «las diferentes maneras de comentarle y juzgarle». Apasionante es la lectura de tan cuidado discurso. En él, don Juan Valera censura a quienes cifran el valor de toda obra literaria en la perfección idiomática, llegando a pensar de Cervantes, en quien apenas si se concibe cosa mala, que escribió mal sus comedias adrede, para burlarse de otras; rectifica a quienes pretenden ver en los personajes del Quijote contemporáneos de carne y hueso que, malquistos con Cervantes, tenían que pagarlas con su descrédito, de modo que el arábigo autor Cide Hamete implicaría befa a los manchegos, de sangre poco limpia; Dulcinea personificaría a la tobosana doña Ana Zarco de Morales, solterona presumida de hidalga; don Quijote recordaría a quien impidió la boda de Cervantes con cierta señora Palacios, y Sancho encarnaría a un fraile no grato al autor.
Don Juan Valera también, como muchos, se engolfa en el terreno movedizo de la interpretación. Coincide con unos y se aparta de otros. Son tantas las versiones, como lectores ha tenido la más universal de las obras literarias. De ahí proviene precisamente la libertad con que todo el mundo, sin miramiento alguno con la dificultad que implica cualquier interpretación, se adentre, alumbrándose con las luces fatuas de la reflexión, en el terreno profundamente sentimental de la historia humana que allí palpita, para mostrar después a los desprevenidos gemas dudosas que apenas les hacen codiciar los azares de la expedición.
La más aceptada de cuantas interpretaciones han nacido a orillas del libro de Cervantes fue la que, en noche memorable por las delicias intelectuales que proporcionó a sus oyentes, se os expuso en este ciclo de conferencias.
Don Quijote simboliza una manera de ser, un estilo espiritual, como Sancho alegoriza otra que le es contraria. El primero acendra todas las maravillas del espiritualismo, que con su brillo enceguecen la sordidez humana; el segundo resume cuánto de ruin y mezquino tiene el corazón del hombre, muchas veces incapaz de levantarse del polvo que le dio origen para mirar las estrellas distantes. Se dijo entonces que, solo, cada uno de los dos personajes, era inaceptable para cualquier persona de buen juicio; que don Quijote, libre de todas las ligaduras que lo vinculan a Sancho, es ridículo, excéntrico, anormal y peligroso, del cual pudiera valerse quien pretendiera poner en solfa el espiritualismo y sus perfecciones; que Sancho, por otra parte, si no estuviera amparado por don Quijote, implicaría una vida sin importancia que para nadie despertaría algún interés, puesto que carece de nobleza; que, por lo mismo, el alma de la obra, la virtud que lo hizo universal y eterna no podía hallarse sino en la mezcla de ambas figuras contradictorias, o en una tercera, equidistante de ellas, que es la que siempre las relaciona: tal sería el hombre «humano», con panza de Sancho y corazón de Quijote. Que, en síntesis, los dos personajes, prestándose recíprocamente lo que a cada uno sobra por faltarle al otro, implican una sola personalidad, de modo que ninguno de ellos puede vivir en soledad sino compenetrado con su contrario, en cuya compañía inevitable simboliza la doliente humanidad hecha de luz y de barro, de espíritu y de materia.
La afirmación anterior, entre todas, parece la más acertada, puesto que atribuye a la obra cervantina una intención trascendente, que tal vez sería la que el autor tuvo en miras cuando escribía, puesto que de otro modo fuera inexplicable a simple vista la existencia permanente de su fama a través del tiempo y el espacio.
El Quijote no ha dejado de ser la historia de esa lucha eterna que desde el principio de los siglos trabaron dos maneras contradictorias de ser, de sentir, de pensar y de vivir: el espiritualismo y el materialismo. A aquél se atribuye todo lo grande, alto y noble; las proezas históricas, las más bellas virtudes, en fin, todo lo que nos asemeja a los ángeles, en tanto que al materialismo se lo tacha con todo lo sórdido; se lo vilipendia por ruin, y contra él se estrellan todas las furias sinceras o simuladas de quienes, siguiendo la corriente, se empeñan en no querer ser los que son.
A pesar de juzgar tan acertado el modo de pensar que comento, me abstengo de sumarme al coro de los moralistas, que, por alardear nobleza de miras y altura de sentimientos escogen a don Quijote, pero se quedan con Sancho.
Desde la niñez, nuestros maestros solían hablar del Quijote y de sus personajes. Ellos habían oído decir que don Quijote encarnaba la parte noble de la obra, cuya belleza tan clara se veía al establecerse el contraste con la que le fue asignada a Sancho. En las clases de castellano con mucha frecuencia se hablaba de don Alonso Quijano el Bueno con cariño y admiración, tal vez espontáneos; en las clases de historia, cada vez que se quería ensalzar la actitud heroica de algún personaje notable, se le calificaba de quijotesco y con el mismo adjetivo se trataba de modificar siempre el significado de todas las hazañas que conmovían la imaginación infantil.
De este modo en mi ánimo y en el de todos los compañeros fue creciendo el amor por don Quijote, de una manera tan irracional como ilógica. A todos nos entusiasmaba el inútil derroche de fuerzas, empleadas sin motivo, y entendíamos que la falta de causa real las hacía más dignas y bellas. Nos entusiasmaban sus desafueros, más crueles que los que deseaba evitar, y a su locura confiábamos todo el mérito que inmortalizaba su nombre, juzgando que era impropia de la grandeza en el orden heroico cualquier razón que se hallara en intimidad con la realidad.
No había nadie que no quisiera ser otro Quijote. Todo el mundo sentía miedo de poder llegar a parecerse algún día a Sancho Panza: tan desagradable era su estampa, tan torpes sus razones, tan cortos sus deseos, y sobre todo, tan rastreros. Cuando se quería injuriar a alguien, «Sancho» se le gritaba, y el aludido se tornaba entonces un verdadero Quijote por su bravura y decisión.
Pero sin embargo, todos nos encontrábamos muy parecidos a ambos personajes: si de una parte sentíamos deseos de superar en generosidad y en valor, de la otra veíamos crecer la pereza, la flojedad de espíritu y el sentido de la utilidad.
Así prosperó en el ánimo infantil cierta creencia que hoy domina en muchos que pretenden establecer contradicción entre los caracteres de cada uno de los personajes, don Quijote y Sancho, asignándole preeminencia indiscutible a aquél, porque se imaginan que ese propósito estuvo en la mente de Cervantes. Y de ese modo infieren verdaderas inexactitudes como estas: puesto que don Quijote salía de una aventura para meterse en otra, sin utilidad ninguna para nadie y menos para él, la nobleza de las acciones humanas es forzoso encontrarla en los actos descabellados que carecen de un motivo real, y, puesto que Sancho seguía a su andante caballero movido por halagos con que la locura de don Quijote tentaba su ignorancia, la ruindad y la sordidez se encuentran necesariamente en toda actitud calculada, finalista y útil.
De esta manera la interpretación más aceptable del Quijote desfigura la obra cervantina. Y este ha sido el resultado de la labor ejecutada por quienes, impulsados por un afán de cultura, se aventuran en disecar las obras de arte con frialdad quirúrgica, quedando descuartizada su unidad.
Claro que este peligro no existe para las mentalidades ordenadas de quienes exponen sus interpretaciones cervantinas, sino para el desprevenido que oye sin demorarse en las ideas. A mi modo de ver lo que conduce a ese resultado no es el criterio aplicado sino el método que se practica. De que permanentemente estemos buscando explicaciones que ilustren la idea a través de la cual conocemos a don Quijote, quien duerme en todo corazón humano, ha resultado para todos un hábito mental en la interpretación de la obra, que la desfigura y disminuye.
No nos hemos preocupado por otra cosa que establecer las diferencias que distinguen a Sancho de don Quijote, inútilmente, puesto que a simple vista nos han parecido ambos contradictorios. Y de ese modo, para relevar mejor a ambos, por elemental disposición lógica, a don Quijote hemos atribuido todas las virtudes, mientras vemos que Sancho Panza huye de nuestra estimación, cargado con todos los vicios. Así, rota la unidad, se establece contrariedad y riña entre ambos personajes. La interpretación se ha demorado en la superficie. De tanto diferenciar a don Quijote y Sancho, ambos se repelen, y eso es evidente que no lo quiso Cervantes, puesto que no dio una sola plumada para que Sancho abandonara a don Quijote o para que éste despidiera a Sancho, que tanto le importunaba en la epopeya de sus aventuras, y hasta tal punto que, en ocasiones, en contacto con la cordura elemental o primaria de Sancho, parece que don Quijote fuera a curarse de sus fantasías.
Yo creo que una impresión más nítida de los caracteres de cada uno de los personajes resultaría de establecer las similitudes que los acercan. Porque hay dos modos de distinguir las cosas: el primero consiste en advertir sus diferencias; el segundo en comprobar sus similitudes. El primero sólo es aplicable cuando las cosas que se trata de distinguir se parecen tanto que pudiera confundírselas. Pero es evidente que en estas circunstancias no se encuentran Sancho y don Quijote. El segundo, en cambio, es aplicable cuando las cosas se diferencian tanto que parecen contradictorias. Como entonces no se ven sino las diferencias, resulta inútil agravarlas y desventajoso para el conocimiento distraerlo en lo que la apariencia proclama, sin dejarlo penetrar hasta el subsuelo de lo imperceptible.
Ya se han comentado excesivamente las diferencias que alejan a don Quijote de Sancho Panza. Tanto, que las gentes admiran precisamente a don Quijote por lo que no tiene de admirable, a la vez que menosprecian a Sancho Panza por lo que tiene de virtud. Efectivamente, quién de vosotros no ha escuchado llamar quijotesco todo acto que la lógica no ampara y sanchopancesco todo lo que nos impulsa a obrar en un sentido de utilidad social o personal. Es evidente que los protagonistas de Cervantes no han sido entendidos por todos y que la fábula no ha sido aprovechada moralmente.
Eso me ha hecho pensar en que podría esta noche introducirme con reverencia en la historia cervantina de la humanidad, sin internarme hasta detalles que me desorientarían, no con el propósito de intentar una original interpretación del Quijote, sino para trazar un ligero esbozo del asunto quijotesco, en el cual tal vez podamos hallar «la humanidad» que hizo eterna la mejor novela de caballería, en sentir de don Juan Valera, aunque hubiera sido destinada, según lo dicen los más, a combatir y desacreditar ese género de literatura que infestaba la época.
Con instinto de abogado acaricié esta idea: pensé en que por su virtud se haría la defensa de Sancho Panza, tan mal parado en el corazón del vulgo, como consecuencia de los agravios que le han inferido los eruditos.
La simpatía que siempre me ha dominado por el juicioso Sancho Panza, tan agradecido, leal, generoso y bueno, no me ha dejado entender siempre los dicterios que en su contra se lanzan. Tanta vida acendra este personaje cervantino como su opuesto hidalgo; pero tantos méritos se le han colgado al andante caballero, que la piedad del manchego, virtud quijotesca, rechaza el menosprecio con que la simulación de los críticos moralistas castiga a su escudero.
Sancho Panza es de una credulidad infinita, que corre pareja con su ignorancia. Desde el momento en que, alucinado por los halagos que sobre su miseria tiende, sin voluntad de engañar, don Alonso Quijano el Bueno, se muestra quien es: tan bueno que no imagina malicia en don Quijote; tan ignorante que no se atreve a medir el alcance de sus razones; tan generoso y leal a sus deberes de esposo y padre, que en un acto de decisión heroica, para mejorar a los suyos la condición y suerte, abandona la paz del cortijo y se lanza con los ojos vendados por la ilusión a la aventura de la andariega caballería. Este, que no otro, fue el motivo para que Sancho decidiera apartarse de su familia para seguir al caballero que le decía «que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula y le dejase a él por gobernador della».
Pero don Alonso Quijano el Bueno, quien se hallaba el más valeroso y mejor armado de todos los caballeros, no buscaba en Sancho un compañero para sus aventuras, sino un escudero que vigilara de cerca las conveniencias que atañían de cerca a su persona.
Entonces Sancho se aprovisionó de cuanto podría necesitar en su segunda salida el caballero, quien le había aconsejado proveerse de lo más urgente y, muy especialmente, de alforjas. Aquí vemos a don Quijote, en un momento de cordura, preocupado en sus futuras necesidades y meticuloso en la provisión de cuanto fuera necesario en sus devaneos, siendo las mismas alforjas, que distinguen a Sancho, sugestión del hidalgo. Esto quiere decir que no estuvo en el propósito de Cervantes escarnecer al providente Sancho con preocupaciones de olor a cebolla, puesto que también en el cerebro de don Quijote puso la misma idea, y con la anterioridad que implican la sugestión y el consejo.
Pero no es verdad tampoco que Sancho Panza fuera sumiso a los caprichos del hidalgo desfacedor de entuertos para no perder la ilusión del gobierno de la ínsula que le había sido ofrecida, puesto que a cada paso le confiesa a su amo las dudas que abriga en cuanto a la realización de la promesa, y se resigna con ingenua decisión a seguir padeciendo de los demás, aun dándola por perdida, burlas y bofetadas, malos tratos y desventuras parecidas al manteamiento.
Aquí es donde se muestra Sancho Panza mucho más «quijote» que su amo y señor. Este, llevado en alas de su locura, riñe con los molinos, se encara con los carneros, pone en fuga a los pacíficos frailes, liberta los galeotes, para complacer y honrar a su dama que no existe, pero lo obsesiona y domina. En tanto que Sancho Panza, maravillado, asiste a todas las aventuras, dándose cuenta de la irrealidad que las motiva, sin que desfallezca un solo instante la afición por el caballero y sin que disminuyan sus deseos de seguirlo adónde quiera que vaya, cualquiera que sea el peligro, aunque tenga que llorar mucho y sufrir demasiado.
Sin embargo, Sancho Panza siempre anda en solfa. Se quiere ofender a un comerciante que gasta sus días sumando y sus noches restando, sin pensar en cosas más altas, y «Sancho» se le grita; se pretende decir de alguien que tiene poca ilustración o que es zafio en sus maneras, pues al nombre de Sancho se acude; alguien desea ponderar los gustos gastronómicos de cierto obeso señor, y entonces se acuerda de Sancho; si un periodista anda en aprietos para comentar la farsa de ciertas campañas políticas que se enderezan con presuntos ideales que no actúan, con el único objeto de medrar económicamente a la sombra de las necesidades populares, entonces le presta a Sancho su nombre; si en el parlamento algún erudito es interpelado por otro que tacha sus proyectos de idealistas o poco prácticos, pues entonces se acuerda de Sancho y, entre locos aplausos, contesta que se alegra de ser así interpelado por quien lleva las alforjas de Sancho.
En síntesis, la humanidad ama a don Quijote y desprecia a Sancho Panza. A aquel lo admira, mientras se empeña en olvidar a éste, porque lo halla moralmente feo. Y, en verdad, eso no lo quiso Cervantes. Por esta razón había dicho que la actitud sentimental o simplemente romántica, que la obra cervantina había despertado, aun en las edades menos románticas, corresponde exactamente al filosofismo que se adueñó de la interpretación de la obra, desfigurándola.
Desde hace cuatro siglos el mundo no ha hecho otra cosa que preguntarse: ¿Por qué escribiría Cervantes el Quijote?; ¿para qué lo escribió?; ¿qué quiso decir con el Quijote?
Cada pregunta de éstas ha tenido mil respuestas entre sí contradictorias, con las cuales no han hecho otra cosa los eruditos que perder el tiempo. Cervantes escribió porque sabía escribir; además, porque tenía que escribir, urgido por esa necesidad casi biológica que da origen a todas las obras de arte.
Cervantes (lo da a entender la complejidad de la obra) se dio cuenta de que iba a dejar un libro fundamental para el linaje humano, mas no porque tal hubiera sido su propósito, sino porque había tanta realidad en la historia del manchego y tan intensos eran los caracteres de sus personajes, que siendo la fábula una biografía de la humanidad, no podía ser otra su categoría ni distinta su suerte.
Pero, ¿cuál es el personaje central de la fábula cervantina? ¿Cuál es su protagonista? Seguramente ha de serlo el más humano, aquel en cuyo redor se desarrolle toda la historia, el personaje que, aunque se mueva en un segundo plano, contenga dentro de sí mismo toda la emoción del libro y dé exactamente la razón de su universalismo.
Sancho Panza, en su simplicidad, apenas se diferencia de las cosas. Habla por hablar, sin orden lógico, atropellado por los adagios; la naturaleza lo retiene y vive junto a ella en amorosa intimidad. Aguijoneado por torpes necesidades, se preocupa de ellas con ingenuidad. Parece que sólo lo moviera el interés de lo que pudiera don Quijote darle por sus escasos servicios prestados con tanto sacrificio. Si hay algo en la vida de Sancho que lo distinga y caracterice de manera singular es el obrar siempre por interés. Pero, en cambio, hay algo también que permanece en su historia con relievados palotes que Cervantes trazó conscientemente, cuidadosamente e intencionadamente: es el propósito de Sancho por seguir a don Quijote a dondequiera que fuera, urgido por una necesidad que en él es vital. No creéis vosotros que aquella noche que precedió a la escena de los batanes, en que Sancho, marrullero, irrespetó a su amo y de qué modo, impidiendo la aventura después con mofas que risaron amabilidades de cordura en su amo, si Cervantes hubiera permitido a don Quijote despedir a su escudero, el buen Sancho ¿se hubiera muerto de tristeza? Tal era el ahínco con que el escudero seguía a don Quijote, de quien parece que derivaba pretextos suficientes para justificar su vida tan opaca. Sancho, una vez conocido su amo, no puede vivir lejos de él; varias veces se aproxima al llanto, cuando entrevé la posibilidad de que su caballero lo despida o lo rechace, por inútil o perjudicial para las hazañas de su caballería. A pesar de todos los sinsabores y dentro de las mejores comodidades, él, que se siente tan rudo y corto de espíritu, tan zafio y desagradable a los demás, se siente atraído, absorbido, asimilado por la grandeza heroica de su generoso y andante caballero; antes de cada aventura se resiste a creer en los motivos que impulsan a don Quijote, pero asiste a todas las endemoniadas aventuras de su amo; y, sin embargo, no pierde la fe en él, aun dudando de la efectividad de las promesas con que éste le halaga, y, más aún, perdida ya toda esperanza de que se realicen.
Sancho Panza por nada de la vida hubiera abandonado a su señor. Siendo tan distinto, estaba identificado con él. Sus mejores alegrías se las proporcionaba el saber que estaba ayudando a don Quijote en lo que él no podía hacer.
Así, frente a Sancho Panza uno piensa en las propias necesidades, necesidades que apremiaron a Sancho y que ninguna relación tuvieron con don Quijote.
En todos sus actos se adivina el interés, ese mismo interés que mueve a todos los hombres en cuantas actividades se empeñan. Para comer, dormir y vestirse, piensa el hombre desde niño en buscar profesión u oficio; todos sus dolores, privaciones y sufrimientos tienen una sola finalidad: obtener de la providencia o de la fortuna una justa compensación en descanso, placeres y triunfos. Con ese interés, Sancho Panza, al oír las proposiciones de don Quijote, abandona su paz y arriesga el sosiego de su prole. Porque él no se va de vagabundo, olvidando sus deberes familiares, sino, por el contrario, en busca de mejores días para los suyos, de quienes con frecuencia habla con cariño en su ausencia. Decidme vosotros, en cuya conciencia dormirán censuras para muchos hombres olvidadizos de sus deberes que han abandonado su familia a la indigencia, si ese interés de Sancho Panza, que a todo hombre ennoblece, es una virtud o una mezquindad repugnante.
El interés de Sancho Panza es el mismo que llena la vida del hombre desde el principio hasta el fin. Si parece que nada hiciera el hombre sin un interés al frente que le sirva de acicate; sin un motivo de utilidad constante; sin un impulso egoísta de personales conveniencias.
Todo el mundo sabe que no hay nada en la vida que valga más que el amor. Por él, sea real o hipotético, el hombre lucha y muere; por satisfacerlo da a cada paso lo que tiene, y si no lo da es porque no es un amor suficiente; en su nombre se sufren con paciencia todas las incomodidades; por él se estudia, se triunfa y se fracasa. Parece, sin recordar el pansexualismo de Freud, que el amor sea todo en el mundo: la razón de la especie. Y sin embargo, ¿podríais creer que los actos de sacrificio que se ejecutan en nombre del amor están horros de interés personal? Así pudiera pensar quien nunca hubiera amado en su vida. Cualquier sacrificio, grande o pequeño, implica un gran placer personal; es un tributo disimulado al egoísmo. Pero, qué importancia tiene esto, si la misma santidad, que es como una confusión del hombre con Dios, está inspirada en un interés egoísta de provecho eterno, en la posesión indefinida de una ínsula celestial. ¿Qué santo habrá dejado de tener en cuenta, en la práctica heroica de la virtud, la bienaventuranza prometida, cuya esperanza la misma Iglesia infunde en los creyentes?
El interés es algo tan fundamental en la vida, que sin él no se concebiría siquiera lo que calificamos de más noble: el amor, la gloria, la virtud. Somos hombres, y sobre nosotros pesa el interés egoísta con la misma fuerza con que gravitara sobre Sancho Panza, cuya historia es la biografía de la especie humana, aun cuando nos apene y conturbe.
Don Quijote es un mito, que el genio de Cervantes revistió con forma humana, con el objeto de hacerlo convivir con el protagonista de la novela, de modo que lo principal de la obra cervantina, que es el afán de Sancho Panza por servir algo distinto de la realidad que lo asedia, o sea, ese propósito, permanentemente demostrado en él, de convivir con lo heroico, lo espiritual, lo improductivo, resaltará a la vista.
Tales condiciones debía reunir el mito quijotesco, que no quiso Cervantes, ni lo hubiera podido tampoco, humanizarlo en un personaje que, como Sancho, representara a la humanidad en su forma más pura, elemental y genérica, teniendo que acudir a la locura, mediante la cual le fue posible aderezar en un tipo humano la capacidad idealística que lo aleja de la especie. Don Quijote es una idea, una idea de bondad y de perfección, libre de ataduras materiales; es el bien moral, libre de conveniencias y de compromisos que un personaje humano no hubiera podido encarnar; don Quijote es la llama idealística que arde en todo corazón humano, a veces con viveza y otras amortiguada, por cuyo calor el hombre, hermano gemelo de Sancho Panza, olvida su paz, abandona sus riquezas y arriesga su porvenir, en aras de motivos superiores.
No acompaño a quienes pretenden ver en don Quijote el modelo humano de la virtud, porque tendría antes que reconocer en el personaje cervantino una alegoría caricaturesca del hombre, puesto que de humano sólo tiene la forma, circunstancia advertida y meditada por el autor, quien, apurado por la necesidad de materializar el ideal, se vio forzado a acudir a la falta de razón, a la locura, que es el motivo fundamental de todas las diferencias que lo distinguen de Sancho.
De este modo, mirad cómo se comprende mejor la obra cervantina. La locura de don Quijote, de la cual ya se dijo que es la sustancia de todas las disimilitudes frente a Sancho, es lo único que lo avecina a la ignorancia de éste. Si don Quijote no hubiera sido loco y Sancho tan bruto; si aquél no hubiera sido tan horro de razón como éste tan falto de inteligencia, la convivencia de ambos repugnaría en cada aventura.
La bondad de don Quijote, en sí misma, carece de gracia y de virtud ejemplarizante, puesto que se funda en una anormalidad de la cual no puede predicarse el calificativo de humana, en tanto que la de Sancho lo es por naturaleza. Y sin embargo, como se había dicho, Sancho no puede vivir sin don Quijote; una vez conocido, no puede separarse de él, se resiste a su muerte y, en vano, pretende reemplazado. Es evidente que no son dos personajes distintos que encarnen dos humanidades diferentes y contradictorias. Don Quijote es Sancho extravertido, es su interior, es su espíritu, que Cervantes no hubiera podido realizarlo de modo tan genial y eterno sino sacándolo a la luz y dándole forma humana. Don Quijote es un mito, Sancho es el personaje.
Y aquí, ya para terminar, es donde surge el motivo de mi divagación, o sea, el «quijotismo» de Sancho Panza.
Miradlo: don Quijote murió antes de morir. El mito se extingue cuando el cura, terminada la confesión del andante caballero, sale diciendo: «Verdaderamente se muere y está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento». En aquel instante don Quijote deja de ser el que fue, y arrepentido de sus aventuras dice a Sancho: «Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo».
Ya don Quijote no existe, y podemos llorar su muerte antes de que haya muerto. Le ha vuelto la razón y dejó de ser mito para convertirse en hombre otra vez. Mirad cómo se parece a Sancho. Es él mismo. En nada se diferencia.
Pero Sancho, fallecido el ideal, extinguida la lucecita que tanto le había hecho llorar y sufrir, no consiente que el mito se acabe, se resiste a sentirse solo, tan solo como la humanidad se siente cuando en momentos de duda mata aquellos ideales que son la razón de la vida, y clama: «Ay. No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía».
Ved a la humanidad llorando la muerte de un dios, la fuga de un sueño, el abandono de una idea querida. Si alguna vez en vuestra vida dudasteis de la existencia de Dios o del espíritu, sentiríais una desazón similar, una angustia inefable, una inestabilidad vital dentro de la cual es fácil entender la riqueza filosófica de quien decía que si Dios no existiera el hombre hubiera tenido que inventarlo.
Así estaba Sancho aquella ocasión, y a su inconformidad por la muerte del mito sumaba el propósito de darle nuevamente vida, porque sin él no podía vivir, agregando: «Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pensar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuesa merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana».
Ved cómo crece, señores, la figura de Sancho Panza. Y todavía no ha muerto don Quijote en la fábula cervantina, aunque ya dejó de existir como mito.
Ved cómo crece Sancho Panza, quien perfectamente reemplaza con su grandeza de ánimo al moribundo caballero andante: es que en este instante recoge y guarda todo el quijotismo desparramado en la obra, tomándolo para sí, porque es suyo, porque, sin miedo a los sufrimientos y dolores, lo siguió y persiguió con necesidad vital.
La humanidad representada en Sancho Panza se asoma a la obra cervantina, y en este personaje se reconoce y se halla; como Sancho Panza, ama y venera y cuida a don Quijote, oponiéndose a su muerte; con la misma fuerza mental y romántica con que Sancho no quiere dejarlo morir, porque sin el espiritualismo que el mito de don Quijote alegoriza la vida no vale la pena; porque sin el ideal que simboliza don Quijote, y que todos llevamos dentro de nosotros mismos, la humanidad, como Sancho, perece, puesto que el «quijotismo» es su substancia vital, es su esencia y la razón única de su existir.
Que el «quijotismo» de Sancho Panza no es una paradoja, ha quedado demostrado. Cervantes hubiera podido prescindir de don Quijote para ejecutar la mejor novela de caballerías que se haya escrito, permaneciendo ésta idéntica, si hubiera querido decir lo que Sancho Panza en vano anhelaba ser, sin los rodeos de la fábula, pero entonces el nombre de la obra no hubiera sido como todos la deseamos: Don Quijote de la Mancha.
Como Sancho Panza, de quien Cervantes no hubiera podido prescindir, seguiremos con ansias de ser Quijotes, sin obtenerlo nunca: don Quijote es la meta, y ése es el sino de la humanidad: aspirar a la meta sin lograrla nunca. Este es el verdadero quijotismo de Sancho Panza y de la humanidad, señores amigos de don Quijote de la Mancha.